UN TEXTO IMPERDIBLE
QUE LES RECOMIENDO LEER DE PUNTA A PUNTA PARA DEBATIR EN CLASE O RUMIAR A SOLAS…
¿Qué relación hay
entre un pasado de “manual” y nuestra vida de todos los días? ¿Qué relación
entre los gestos repetidos dentro de casa y lo público clausurado en sus
sentidos hasta volverse ajeno? La historia de cada uno de nosotros, aun en sus
aspectos más privados, forma parte de un pasado común, y no es posible
reconstruir el pasado personal sin reconstruir al mismo tiempo un pasado de
época. Poder mirarnos en la trama de lo que nos precedió y reconocer en ella
aspectos propios, construye nuestra identidad y nos sostiene. La memoria es un
continuo movimiento desde lo individual a lo social y desde nuestras
condiciones presentes hacia atrás y hacia el mañana, en un cruce de fuerzas, de
luchas, por retomar hilos perdidos, dialogar con zonas replegadas todavía
invisibles, aprender de los errores y aciertos de quienes fueron antes, en el
intento de construirnos individual y socialmente, porque no hay futuro
individual separado del futuro de todos. ¿Quiénes somos?, ¿de dónde venimos?,
¿por qué de ese modo y no de otro? Me interesa comprender cómo las políticas
económicas de un país o del mundo, el liberalismo, la globalización, la
dictadura o la guerra, van a doler en insospechados rincones de nuestro mundo
personal, duelen en nuestra sexualidad, en nuestra condición de padres, o de
hijos, o de empleados, o… ¿De dónde provienen nuestras contradicciones, nuestro
deseo de ser “de otra parte” o “de otro modo”, nuestro escepticismo, nuestra
creatividad?, ¿de dónde ese archivo de palabras y de imágenes que arrastran hacia
nosotros guerras, miseria, orfandad pero también profundos gestos de amor, de
dignidad, de responsabilidad para con otros?
Vivimos en un país
todavía en construcción, con aspectos muy complejos que incluyen tanto el deseo
de integración como el de destrucción del otro, un país donde es todavía muy
difícil alcanzar ciertos acuerdos, ciertos contratos sociales que nos incluyan
a todos. Esa construcción de identidad, el punto de capitón, se hace, en buena
medida, a través de la memoria, pero esa memoria de todos no es unívoca sino un
tejido hecho por individuos afectados/atravesados de distintos modos por
ciertos hechos. La mirada atenta a un ayer recuperado en su complejidad y sobre
todo en su diversidad, nos ayuda a comprender que ese trabajo no nos es ajeno,
que podemos formar parte de ese tejido con nuestras ideas, experiencias y
sentimientos, que eso que hoy consideramos “nuestro” fue realizado alguna vez
por un individuo o una comunidad o un sector social y logró sobrevivir más allá
de las fronteras culturales, étnicas o lingüísticas que lo generaron. “Ignoro
mi nombre, Fábulo antes de enviarme aquí… (…) …borró todo lo que había en mi
memoria, abriéndole espacios para poner en ella la de su pueblo. Y me entregó
las palabras, que son mi única realidad, al menos aquí en este refugio”,
dice Daniel Moyano en Tres golpes de timbal. Necesitamos releer
el pasado, ponerle palabras a lo que ha permanecido invisible, comprender,
porque si lo negamos, “las promesas incumplidas, los sueños destruidos y
los proyectos que naufragaron” (2), lo que no
tuvo lugar, regresa y hace síntoma en el cuerpo social, nos enferma.
La escuela
1.
En la Fundación
mítica de Buenos Aires, que Borges incluyó en Cuaderno
San Martín en 1929, se dice que los hombres compartieron un pasado
ilusorio, y que “sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente”.
La dificultad de incluir a otros diferentes de nosotros, parece haber sido una
constante en nuestra historia, tal vez también en las historias de otros
pueblos. De haber escuchado, de haber prestado atención a lo que oíamos, de
haber vuelto los ojos hacia lo que permanecía excluido, olvidado o negado,
hubiéramos podido también comprender y ser comprendidos, además de volvernos
más responsables. La pregunta que habilita una escucha tiene estatura ética
porque le da cabida al otro, nos permite alojar su humanidad, hacerle un lugar
en ese relato de todos. Ayudar a las
nuevas generaciones a hacerse preguntas, a escuchar y escucharse, para que
puedan comprender quiénes son y apropiarse de sus vidas, es uno de los aportes
más sustanciales que puede hacer la
educación. Un maestro y una escuela predispuestos a escuchar y a que diversos
otros puedan escucharse entre sí, construyen un territorio de atención
horizontal, no sólo de descenso de un relato instituido, y se constituyen al
mismo tiempo en vehículos de traducción, puentes de habla entre partes.
Cualquiera sea el nivel educativo en el que esté inserto, el maestro, puede
—hoy más que nunca— generar preguntas acerca del modo en que vivimos, porque
pese a todo lo que pueda parecer, enseñar está entre los trabajos menos
alienados, es una de las ocupaciones humanas donde más y mejor podemos ejercer
una mirada crítica, problematizar la realidad, tomar distancia de lo
establecido.
2.
¿Qué lugar ocupa en
todo esto la lectura? “Los que más necesitan son los que menos pueden decir
su palabra”, dijo esa extraña obrera, filósofa, santa que fue
Simone Weil. Acercar la palabra a quienes más carecen de ella, hacer que tengan
voz y voto en una suerte de “nuevo sufragio universal”, es algo que todavía
debemos construir. Cuando leemos, enseñamos, escribimos o ayudamos a otros a
leer, a enseñar, a escribir, las palabras nos vinculan al mismo tiempo a lo
individual y a lo social, porque la lectura es, además de aquella práctica
solitaria y exquisita que a menudo referimos, un instrumento de intervención
sobre el mundo que nos permite pensar, tomar distancia, reflexionar, una
espléndida posibilidad para dar lugar a las preguntas, a la discusión, al
intercambio de percepciones y a la construcción de un juicio propio. Pero para
eso… cito “en un ámbito escolar no puede haber malas lecturas.
Porque no sólo se trata de formar lectores: se trata de formar buenos lectores.
Si no, es como una especie de fetichismo de la lectura por la lectura misma, o
de la esperanza de que, aunque lea malos libros, ‘ya lo hemos traído a la
república de la lectura’. La escuela tiene que formar un lector que rechace un
libro cuando está mal escrito”, dice Martín Kohan.
3.
Los libros que leemos
son manifestaciones estéticas acerca de unos otros ficcionales representativos
de quienes antes fueron o están ahora, o podrían alguna vez estar, una forma de
memoria hecha carne en el imaginario, en la que voces que creímos olvidadas o
perdidas o imposibles son traídas para ayudarnos a ver y a construirnos. En la
literatura, en el arte, la humanidad encontró un vehículo para transmitir sus
representaciones del mundo, diferentes según la época y las condiciones
sociales, económicas, culturales. Cada libro —cada novela, cada cuento, cada
poema— contiene, con mayor o menor felicidad, una lectura del mundo, y leer lo
que fue escrito es ingresar al registro de memoria de una sociedad, a lo que
esa sociedad considera (y esto no es orégano sino un verdadero campo de
batalla) por alguna razón, perdurable; es entrar a ese inmenso tapiz tejido
bajo distintas circunstancias por tantos seres, a lo largo del tiempo. Así
entonces podríamos decir que la historia de la literatura y el arte es también
la historia de la subjetividad humana y de las condiciones materiales y
simbólicas en las que esa subjetividad se desplegó. Contra el solo impulso y la
descarga individual, contra el puro entretenimiento y el adormecimiento de la
conciencia, el arte nos recuerda quienes somos, nos propone una de las
inmersiones más profundas en nosotros mismos y en la sociedad de la que
formamos parte.
Ese tejido es tan intenso como heterogéneo, porque está
hecho de infinitos aportes singulares. Tomar entonces la palabra para que
ingresen también nuestros hilos en el tapiz, los hilos de todos. Múltiples
memorias relativizándose unas con otras para que ni el pasado ni el imaginario
se clausuren en un relato único, para que permanezca un estado de interrogación
que nos permita encontrar las palabras necesarias para narrar lo que aún no se
ha narrado. En la construcción de ese tejido de subjetividades, se inscribe
buena parte de la importancia de la literatura en una sociedad, ya que nuestros
escarceos y sus manifestaciones son intensos ejercicios de comprensión de lo
que a nosotros o a unos otros imaginarios les acontece o podría, en ciertas
circunstancias, acontecerles.
4.
Así,
leer/escuchar/escribir es abrir para nosotros y para otros un camino de
libertad. Pero se trata no de algo dado de una vez y para siempre sino de un
camino, porque no es ya en un libro o en una acción sino en el tránsito, en la
precariedad de lo que está dejando de ser para convertirse en otra cosa, en ese
río del tiempo que va de una palabra a otra, de un libro a otro, de un gesto a
otro, donde se aprende y donde se enseña. Podemos ofrecer libros y diseñar
estrategias de lectura, pero servirán de poco si desarticulamos la capacidad de
disparar la letra, si desactivamos su cualidad de transformarnos, de
incomodarnos, de hacernos pensar. Escuché decir una vez a una maestra: “quiero
ser un puente sencillo entre los libros y mis alumnos”. No sé si
pueda haber una definición mejor para un maestro, en cualquier nivel educativo,
que la de ser un puente por el que transita un saber recibido, procesado en el
crisol de lo más personal, puesto en discusión en el espejo refractario de la
propia ideología, para pasarlo luego como un saber que se desea legar a los que
llegan, un saber que, según consideramos, los que nos siguen no debieran
perder, para que la vida se les haga más intensa, de mayor espesor, con más
entidad e identidad o sencillamente más soportable. Un maestro entonces como un
puente entre lo que antes hubo y lo que vendrá, un puente a través del cual se
produce un encuentro. Pero convertirnos en puente no es una tarea mecánica, ni
ingenua ni exenta de ideología. Somos lo que hemos vivido y leído, y somos el
resultado de poner en cuestión eso que vivimos y leemos. Tenemos para ello
cierta libertad de elegir, aunque no podamos elegir las condiciones en las
cuales hacemos esas elecciones; aunque muchas veces tampoco podamos decidir las
condiciones en las que enseñamos, porque esas condiciones están atravesadas por
una red social, económica, política de la que no siempre tenemos conciencia.
5.
“¿Qué revolución
compensará las penas de los hombres?”, se pregunta el Juan José Castelli creado por
Andrés Rivera. ¿Qué sociedad deseamos para nosotros mismos y para nuestros
hijos? ¿Qué estamos dispuestos a hacer y a qué estamos dispuestos a renunciar
para construir esa sociedad que deseamos? ¿En qué nos ha compensado la
revolución cuyo bicentenario celebramos? ¿Qué deudas debemos todavía pagar para
ser dignos de decir libertad, independencia…?
Ha habido siempre una
vinculación entre la guerra y la palabra, entre las luchas por el poder y los
relatos. Esa tensión entre la letra y el plomo y entre ambos y el bronce nos
recuerda que la palabra, la prensa, el libro, la literatura, no son artefactos
ingenuos ni están fuera del cruce de intereses e ideologías de una sociedad.
Los hombres de la revolución de mayo y los hombres de letras de nuestra historia,
fueron en muchas ocasiones los mismos hombres y en sus obras, tanto como en sus
actos, se reflejaron de diversos modos los proyectos ideológicos. “Con
la espada, con la pluma y la palabra”, hemos repetido ese
estribillo durante décadas, la letra convertida en plomo, la materialización de
la metáfora del poeta español Blas de Otero acerca de la poesía como un arma
cargada de futuro. ¿Qué pensábamos, que Sarmiento, Echeverría, Eduarda Mansilla
o Juana Gorriti no sabían que estaban, con sus plumas, librando batallas?,
¿debemos pensar que eran ingenuos y desconocían la importancia de defender sus
ideas, de dejarlas por escrito, de grabarlas en la piedra, de difundirlas a los
cuatro vientos?
Hace unos días visite
la muestra de las mujeres en la
Casa del Bicentenario. Entre las muchas miradas sobre tantos
aspectos que tienen que ver con las mujeres, hay imágenes acerca de las
cautivas. Las cautivas del gran relato nacional son blancas en manos de
salvajes, descendientes de europeos cuyos brutales captores son indígenas. Una
metáfora entre otras acerca de la lucha entre la civilización europea, de
clase, y la barbarie autóctona, pobre. Todo eso, que en algunas ocasiones fue
verdad, hubo muchas mujeres blancas llevadas por indígenas a sus tolderías,
contrasta sin embargo con hechos de nuestra historia por todos conocidos, el
conquistador blanco ingresando en territorios aborígenes, matando y
destruyendo; sabemos que hubo también muchas cautivas indias a manos de
captores blancos, que la mujer como botín de guerra es una constante en la
historia de los pueblos, sin embargo el relato que heredamos y que aceptamos
acríticamente es el relato blanco. Los aborígenes no pudieron integrar, menos
aún imponer, su relato en el relato de todos, hablar también ellos de sus
mujeres cautivas y de sus hombres y mujeres desculturizados, pauperizados o
asesinados. Lo más terrible de todo no es siquiera eso, sino que esto se
enseña, se trasmite despojado de su brutalidad ideológica, en escuelas donde
los alumnos son nietos, bisnietos de aquellos hombres y mujeres despojados o
asesinados. No hace mucho, en una actividad que hice en una escuela patagónica,
una docente de la meseta que se presentó como de origen mapuche, dijo: “mis
alumnos, todos indígenas concurren cada día a una escuela que se llama General
Roca y son obligados a saludar como prócer a quien destruyó a sus pueblos, ¿qué
diríamos si un niño de origen judío tuviera que estudiar en una escuela que
llevara por nombre Adolf Hitler?” La
calle central de más de una ciudad patagónica, por poner otro ejemplo, se llama
Primeros Pobladores, en referencia a los primeros colonos que llegaron a los
valles a comienzos del siglo XX, ¿de modo que debemos pensar que los hombres y
mujeres que habitaron antes esos valles no eran pobladores?, ¿o acaso queremos
incluso decir que no eran hombres? Distanciarnos para pensar y tomar posición
con respecto a lo que enseñamos, procesar los hechos de nuestra historia,
revisar ese pasado que nos precede para que nos incluya a todos de un modo
digno en nuestra particularidad y en nuestra diferencia, es todavía en muchos
casos, nuestra deuda. La escuela es no sólo el espacio para instalar la lectura
—“la gran ocasión”, para
decirlo con aquellas palabras de Graciela Montes—, sino también un
espacio para construir conciencia acerca de nosotros mismos, desarrollar
nuestro pensamiento, no dar por sentado el mundo. Hemos
aprendido y enseñado a leer, pero no siempre hemos aprendido y enseñado a leer
entre líneas, a entrar en los pliegues de un relato. Tal vez en este
aniversario podamos volver a una idea de maestro y una escuela que tienen mucho
por enseñar, un maestro y una escuela que nos ayuden a pensar acerca de
nosotros mismos. “Mi papel en el mundo, […] no es sólo el de quien
constata lo que ocurre sino también el de quien interviene”, decía
Paulo Freire, para recordarnos lo que muchas veces olvidamos o se quisiera que
olvidemos: la importancia transformadora que puede tener un docente.
Notas
(1) Mèlich,
Joan-Carles. Filosofía de la finitud. Barcelona,
Editorial Herder, 2002.
(2) Vidal, Raúl. Ciclo
de conferencias sobre olvido y memoria. Córdoba, Casa de Pepino, sábado 10 de
abril de 2010.
Lecturas
Borges, Jorge Luis. Fundación
mítica de Buenos Aires. En: Obras completas. Buenos Aires, Emece
Editores, 1989.
Castrillón, Silvia. Biblioteca
escolar: ¿Un modelo legitimista o una propuesta transformadora?.
Encuentro de Bibliotecas Públicas y Escolares organizado por la Escuela Interamericana
de Bibliotecología de la
Universidad de Antioquia de Medellín, Colombia, septiembre de
2009.
Castrillón, Silvia. Presencia
de la literatura en la escuela. 4º Congreso Latinoamericano de
Lectura y Escritura, Lima, Perú, 4 al 7 de agosto de 1997.
Coetzee, J.M. La
edad de hierro. Barcelona, DeBolsillo, 2002.
Freire, Paulo. Pedagogía
del oprimido. Buenos Aires, Editorial Tierra Nueva, 1970.
Larrosa, Jorge. La
experiencia de la lectura. Estudios sobre literatura y formación.
México, Fondo de Cultura Económica, 2003.
Maia, Circe. Dossier.
En: Diario de poesía Nº
43. Buenos Aires, Primavera de 1997.
McLaren, Peter. Pedagogía,
identidad y poder. Rosario, Homo Sapiens Ediciones, 2003.
Montes, Graciela. La
gran ocasión, la escuela como sociedad de lectura. Buenos
Aires, Plan Nacional de Lectura, Ministerio de Educación Ciencia y Tecnología,
2007.Disponible en pdf en la
página web del Plan Nacional de Lectura. También publicado en el Nº 221 de Imaginaria (Buenos Aires, 5 de diciembre de
2007).
Moyano, Daniel. Tres
golpes de timbal. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1990.
Rivera, Andrés. La
revolución es un sueño eterno. Barcelona, Editorial Seix Barral,
2005.
Weil, Simone. La
gravedad y la gracia. Traducción introducción y notas de Carlos Ortega. Madrid,
Editoral Trotta, 1994.
(FUENTE REVISTA
IMAGINARIA)
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