Graciela
Montes nació y creció en Florida, un barrio muy lindo de Buenos Aires. Cuando
fue un poco más grande y terminó el colegio, estudió mucho y se recibió de
profesora en Letras.
Le
encantaban los niños, por eso se casó con un señor llamado Ricardo y tuvo dos
hijos, Santiago y Diego, a quienes quiere muchísimo. Además de a su esposo y a
sus niños, Graciela ama a los libros y gracias a eso se convirtió en una gran
escritora, editora y traductora que publicó más de setenta libros para chicos y
grandes que circulan por un montón de países en distintos idiomas. Dio muchas
charlas y conferencias y se encontró con miles de lectores (maestros,
bibliotecarios y niños) para charlar acerca de la literatura, libros y la vida
en general. También se encargó de crear revistas y ganó varios premios y
diplomas por todo el esfuerzo y dedicación que le puso a sus proyectos.
Cuentos
que leímos de esta autora:
ü “Sapo
verde” Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1978. Los cuentos del
Chiribitil.
ü “Más
chiquito que una arveja, más grande que una ballena” Buenos Aires,
Sudamericana, 1989. El Pan Flauta
ü “”El
club de los perfectos” Buenos Aires, Colihue, 1989. El pajarito Remendado
ü “La
pipa del abuelo” Buenos Aires, Quipu, 1989. Pequeñas historias
ü “Cuatro
calles y un problema” Madrid, Fundación S.M, 1992. El Barco de Vapor
ü “La
guerra de los panes” Buenos Aires, Sudamericana, 1993. El Pan Flauta
AHORA QUE LES PARECE SI LEEMOS DOS DE SUS CUENTOS...
La familia Delasoga
La
familia Delasoga era muy unida. O, por lo menos muy atada.
Juan
Delasoga y María Delasoga se habían atado un día de primavera con una soguita
blanca, larga, flexible, elástica y resistente. Y desde ese día no se habían
vuelto a separar.
Lo
mismo había pasado con Juancho y con Marita, los hijos de Juan y María. En
cuanto nacieron, los ataron. Con toda suavidad, pero con nudos.
No
es tan difícil de entender si uno lo piensa.
Marita,
por ejemplo, estaba atada a su mamá, a su papá y a su hermano: en total, tres
soguitas blancas anudadas a la cintura.
Y
lo mismo pasaba con Juancho. Y con Juan. Y con María.
Claro
que no era fácil acomodar tanta soga; había peligro de galletas, de sacudidas,
de tropezones. Pero con el tiempo se habían acostumbrado a moverse siempre con
prudencia y a no alejarse nunca demasiado.
Por
ejemplo, cuando se sentaban a la mesa era más o menos así
Y
cuando se acostaban a dormir.
Y
cuando salín a pasear los domingos por la mañana.
Los
Delasoga eran expertos en ataduras. La soga con que se ataban no era una soga
así nomás, de morondanga; era una espléndida soga, elástica y extensible.
Así
que cuando Juancho y Marita iban a la escuela, que quedaba a la vuelta, María
podía quedarse en su casa haciendo la comida, casi como si tal cosa, salvo que
la cintura le molestaba un poco porque la soguita estaba tensa…y tiraba.
Lo
mismo pasaba cuando Juan iba al taller que, por suerte, quedaba al lado. A la
hora de la leche no era raro ver a María, a Marita y a Juancho mirando la
televisión mientras tres sogas los tironeaban un poco hacia la calle, porque el
papá todavía no había vuelto.
De
un modo o de otro, los Delasoga se las arreglaban.
Aunque,
claro, había cosas que no podía hacer. Por ejemplo: Juancho nunca había podido
salir a dar una vuelta a la manzana con sus patines.
Y
eso era bastante grave porque Juancho tenía un par de patines relucientes con
rueditas amarillas.
Pero
¿qué soga podía aguantar una vuelta a la manzana en dos patines?
A
María le hubiese gustado visitar a su amiga Encarnación, la de Barracas. Pero
¡qué esperanza! No se había inventado todavía una soga tan resistente. Eso a
María le daba un poco de pena porque era lindo charlar con Encarnación de
tantas cosas.
Y
Juan también. A Juan le hubiera encantado ir a la cancha a cantar a lo loco un
gol de Ferro. Pero no; no podía: la soga no daba para tanto. Y eso a Juan, muy
en secreto le daba un poco de rabia.
Y
Marita, por no ser menos, también tenía sus ganas: ganas de pasear solita hasta
el quiosco. Sola, no, ahí estaban las sogas, las tres soguitas blancas,
flexibles y resistentes.
Y
así siempre. Por años. Cuando una soga se ponía vieja, deshilachada y roñosa,
la cambiaban por otra nueva, blanca y flamante.
Los
Delasoga ya habían gastado más de quince rollos de soga de la buena, y habrían
gastado muchísimos rollos más de no haber sido por la tijera brillante.
Bueno,
en realidad la tijera brillante siempre había estado allí, en el costurero,
hundida entre botones y carreteles. Pero nunca había brillado tanto como esa
tarde. En una de esas porque era una tarde de sol brillante como una tijera.
Los
Delasoga estaban, como siempre, atados.
María
cosía un pantalón gris y aburrido.
Marita
miraba cómo María cosía.
Juancho
miraba cómo miraba Marita a María que cosía.
Juan
miraba a Juancho mirar a Marita, que miraba a María, que cosía.
Y
la tijera brillaba.
Cada
tanto María la agarraba y –tristras- cortaba la tela.
Y,
mientras cosía, miraba las soguitas enruladas en montoncitos blancos sobre el
piso.
En
realidad María nunca había pensado mucho en las sogas. Ahora, de pronto, las
miraba mejor, las miraba fijo, y se daba cuenta de que les tenía rabia.
Entonces
sucedió, por fin, lo que tenía que suceder de una vez por todas.
María
agarró la tijera y –tristras- no cortó el pantalón gris; cortó la soga. Una
soga cualquiera, la que tenía más cerca. Y después otra soga. La tercera y la
cuarta las cortó Juan. Y Marita y Juancho cortaron una cada uno.
Las
soguitas cortadas se cayeron al piso y se quedaron quietas.
¡Pobrecitos
Delasoga! No estaban acostumbrados a vivir desatados. Al principio se asustaron
muchísimo y casi casi salen corriendo a comprar otro rollo.
Pero
después Juan dijo en voz baja:
--Casi
casi…me iría a la cancha de Ferro, que hoy juega con River.
Y
María dijo en voz alta:
--Casi
casi…me iría a visitar a Encarnación, la de Barracas.
Y
Juancho corrió a buscar los patines de las ruedas amarillas.
Y
Marita dijo chau y se fue al quiosco del andén
a elegirse dos revistas.
Esta
vez los cuatro Delasoga pasaron cuatro tardes, todas distintas.
Se
volvieron a encontrar a la nochecita. Estaban cansados, porque no era fácil andar
solos y para cualquier lado.
Juan
y María se abrazaron muy fuerte y se contaron cosas.
Juancho
contó, mientras se desataba los patines, que en el barrio tenía un amigo que se
llamaba Bartola.
Marita
contó que, junto al quiosco del andén, siempre había campanillas azulas y
geranios rojos.
De
la soga no hablaron más. ¿Para qué iba a hablar de sogas una gente tan unida?
Graciela
Montes
Doña Clementina Queridita,
la achicadora
Cuando
los vecinos de Florida se juntan a tomar mate, charlan y charlan de las cosas
que pasaron en el barrio. Se acuerdan del ladrón de banderines de bicicletas;
de cuando, por culpa de la máquina del tiempo, se les heló el agua de las
canillas en pleno diciembre...
Pero
más que de ninguna otra cosa les gusta hablar de doña Clementina Queridita, la
Achicadora de Agustín Álvarez.
Doña
Clementina no había empezado siendo una Achicadora: por ejemplo, a los dos años
era una nenita llena de mocos que se agarraba con fuerza del delantal de su
mamá y, a los diez, una chica con trenzas que juntaba figuritas de brillantes.
Cuando
doña Clementina Queridita se convirtió en la Achicadora de Agustín Álvarez era
ya casi una vieja. Tenía un montón de arrugas, un poquito de pelo blanco en la
cabeza y un gato fortachón y atigrado al que llamaba Polidoro.
A
doña Clementina los vecinos la llamaban “Queridita” porque así era como ella
les decía a todos: “Hola, queridita, ¿cómo amaneció su hijito esta mañana?”,
“Manolo,
queridito, ¿me harías el favorcito de ir a la estación a comprarme una
revista?”.
Pero,
aunque todos la conocían desde siempre, doña Clementina sólo llegó a famosa
cuando empezó con los achiques. Y los achiques empezaron una tarde del mes de marzo,
cuando doña Clementina tenía puesto un delantal a cuadros y estaba pensando en
hornear una torta de limón para Oscarcito, el hijo de Juana María, que cumplía
años. En el preciso momento en que doña Clementina estaba por agarrar los
huevos de la huevera, entró Polidoro, el gato, maullando bajito y frotándose el
lomo contra los muebles.
–
¡Poli! ¡Tenés hambre, pobre! –se sonrió doña Clementina y, volviendo a dejar
los huevos en la huevera, se apuró a abrir la heladera para buscar el hígado y
cortarlo bien finito.
–
¡Aquí tiene mi gatito! –dijo, apoyando el plato de lata en un rincón de la
cocina.
Y
ahí nomás vino el primer achique. El gordo, peludo y fortachón Polidoro empezó a
achicarse y a achicarse hasta volverse casi una pelusa, del mismo tamaño que
cada uno de los trocitos de hígado que había colocado doña Clementina en el
plato de lata. El pobre gato, bastante angustiado, erizaba los pelos del lomo y
corría de un lado al otro, dando vueltas alrededor del plato, más chiquito que
una cucaracha pero, sin embargo, peludito y perfectamente reconocible. Era Polidoro,
de eso no cabía duda, pero muchísimo más chico.
Doña
Clementina, asustadísima lo hizo upa enseguida: le parecía muy peligroso que
siguiera corriendo por el piso; al fin de cuentas podía matarlo la primera miga
de pan que se cayera desde la mesa… Lo sostuvo en la palma de la mano y lo
acarició lo mejor que pudo con un dedo. En medio de la pelusita atigrada brillaban
dos chispas verdes: eran los ojos de Polidoro, que no entendían nada de nada.
Se
ve que la enfermedad del achique es muy violenta porque después del de Polidoro
hubo como quince achiques más, todos en el mismo día.
Doña
Clementina se sacó el delantal a cuadros, agarró el monedero y corrió a la
farmacia.
–¡Ay,
don Ramón! –le dijo al farmacéutico, un gordo grandote y colorado, vestido con
delantal blanco. –Don Ramón, algo le está pasando a Polidoro. ¡Se me volvió chiquito!Don
Ramón buscó un frasco de jarabe marca Vigorol y lo puso sobre el mostrador.
–
¿Y usted cree que este jarabito le va a hacer bien, don
Ramón?
–preguntó doña Clementina mientras miraba con atención la etiqueta, que estaba
llena de estrellitas azules. Y, en cuanto terminó de hablar, el frasco de
jarabe se convirtió en un frasquito, en un frasquitito, en el frasco más
chiquito que jamás se haya visto.
Don
Ramón, el farmacéutico, corrió a buscar una lupa: efectivamente, ahí estaba el
jarabe de antes, muy achicado, y, si se miraba con atención, podían divisarse
las estrellitas azules de la etiqueta.
–¡Ay
don Ramón, don Ramoncito! ¡No sé lo que vamos a hacer! –lloriqueó doña Clementina
con el frasquito diminuto apoyado en la punta del dedo.
Y
don Ramón desapareció.
–¡Don
Ramón! ¿Dónde se metió usted, queridito? –llamó doña Clementina.
–¡Acá
estoy! –dijo una voz chiquita y lejana.
Doña
Clementina se apoyó sobre el mostrador y miró del otro lado. Allá abajo, en el
suelo, apoyado contra el zócalo, estaba don Ramón, tan gordo y tan colorado
como siempre, pero muchísimo más chiquito.
“¡Pobre
hombre!”, pensó doña Clementina, “¡Qué solito ha de sentirse allá abajo...! Voy
a llevarlo con Polidoro, así se hacen compañía.”
De
modo que doña Clementina se llevó a don Ramón en un bolsillo y al frasquito de
jarabe en el otro.
Entró
en su casa y llamó:
–Poli...
Poli... Estoy acá.
Pero
Polidoro no vino. Se había caído en el fondo de la huevera y desde allí
maullaba pidiendo auxilio.
Entonces
doña Clementina se dio cuenta de que las hueveras eran muy útiles para conservar
achicados. Sin pensarlo dos veces, sacó los huevos que quedaban, los puso en un
plato y en la huevera puso a don Ramón, que la miraba desde el fondo, perplejo,
y algo le decía, pero en voz tan bajita que era casi imposible oírlo.
En
fin, basta con que les cuente que, en esos días doña Clementina llenó la
huevera, y tuvo que inaugurar dos hueveras más, que contenían:
•
un gato Polidoro desesperado;
•
un don Ramón agarrado al borde, que cada tanto pedía a los gritos algún jarabe;
•
un frasquito de jarabe Vigorol;
•
una etiqueta llena de estrellitas;
•
el “kilito” de manzanas que doña Clementina le había comprado al verdulero;
•
la “sillita” de Juana María, en la que se había sentado cuando fue al
cumpleaños de Oscar;
•
el propio “Oscarcito”, al que de pronto se le había acabado el cumpleaños;
•
un “arbolito”, al que se le estaban cayendo las hojas;
•
un “librito de cuentos”;
•
siete “velitas” (encendidas, para colmo); y otras muchas cosas que resultaban invisibles
a los ojos –como un “tiempito”, un “problemita” y un “amorcito”–, todas
chiquitas.
Y,
claro, doña Clementina no sabía qué hacer con sus achicados; le daba mucha vergüenza
esa horrible enfermedad que la obligaba a andar achicando cosas contra su
voluntad. Era por eso que, en cuanto algo o alguien se le achicaba (gente,
bicho, cosa o planta), se apuraba a metérselo en el bolsillo y después corría a
su casa para darle un lugarcito en la huevera. Con las “manzanitas”, la
“sillita”, las “velitas”, el “jarabito” y el “librito de cuentos” no había
conflicto. Pero con Polidoro, y sobre todo con don Ramón y con Oscarcito era
otra cosa.
En
el barrio no se hablaba de otra cosa que de la misteriosa desaparición.
La
mujer de don Ramón no sabía qué pensar: había encontrado la farmaciaabierta y
sola, sin rastros del farmacéutico por ninguna parte. Y Juana María y Braulio,
los padres de Oscarcito, andaban desesperados en busca del hijo tan travieso
que se les había escapado justo el día del cumpleaños.Así pasaron cinco días.
Doña Clementina Queridita, la Achicadora de Agustín Álvarez, cuidaba con todo
esmero a sus achicados: al arbolito le ponía dos gotas de agua todas las
mañanas, a Oscarcito lo alimentaba con miguitas de torta de limón (su torta
favorita) y a don Ramón le preparaba churrasquitos de dos milímetros, vuelta y
vuelta. Dos veces al día doña Clementina vaciaba las hueveras sobre la mesa de
la cocina: Oscarcito jugaba con Polidoro y los dos se revolcaban hasta quedar escondidos
debajo de la panera; don Ramón, en cambio, muy formal, se sentaba en la sillita
y le explicaba a doña Clementina cosas que ella jamás entendía, mientras
mordisqueaba una manzana (perdón, una manzanita).
En
el quinto día de su vida en la huevera, Oscarcito se puso a llorar. Fue cuando
vio, apagadas y chamuscadas, las siete velitas de su torta de cumpleaños.
Doña
Clementina se puso a llorar con él: Oscarcito era su preferido entre los chicos
del barrio. No sabía qué hacer para consolarlo; era tanto más grandota que él
que ni siquiera podía abrazarlo...
–Bueno,
Oscar, no llores más –le decía mientras le acariciaba el pelo con la punta del
dedo– ¿Cómo vas a llorar si ya sos un muchacho? ¡Un muchachote de siete años!
Entonces
Oscar creció. Creció como no había crecido nunca. En un segundo recuperó el
metro quince de estatura que le había llevado siete años conseguir. Y se abrazó
a la cintura de doña Clementina, la Achicadora de Agustín Álvarez, que, por fin,
había encontrado el antídoto para curar a sus pobres achicados. Doña Clementina
corrió a agarrar al gato Polidoro y le dijo, entusiasmada:
–¡Gatón!
¡Gatote! ¡Gatazo!
Y
Polidoro creció tanto que hasta podría decirse que quedó un poco más grande de
lo que había sido antes del achique.
Le
tocaba el turno a don Ramón. Doña Clementina dudó un poco y después llamó:
–¡Don
Ramonón!
Y
don Ramón volvió a ser un gordo grandote y colorado, con delantal blanco, que
ocupó más de la mitad de la cocina. Y todos corrieron a casa de todos a contar
la historia esta de los achiques, que, con el tiempo, se hizo famosa en el
barrio de
Florida.
Desde
ese día doña Clementina Queridita cuida mucho más sus palabras, y nunca le dice
a nadie “queridito” sin agregar en seguida: “queridón”.
La
sillita de Juana María, el frasquito con la etiqueta de estrellitas azules y el
librito de cuentos siguieron siendo chiquitos. Están desde hace años en un
estante del Museo de las Cosas Raras del barrio de Florida, adentro de una
huevera.
(Agradecemos a las estudiantes Jazmín Aguirre y Gisella Rodríguez del ISPEI Sara Eccleston quienes seleccionaron los textos y redactaron la biografía pensando en niños de sala de 4/5)
(Agradecemos a las estudiantes Jazmín Aguirre y Gisella Rodríguez del ISPEI Sara Eccleston quienes seleccionaron los textos y redactaron la biografía pensando en niños de sala de 4/5)
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