Biografía
Ema Wolf adaptada para niños:
También trabajó en diarios y revistas
infantiles. Ema ganó muchos premios, acá y en todo el mundo. Además, escribió
una novela con otra gran escritora Graciela Montes.
“Hipos
y Cocos”
Hace
mucho tiempo los hipopótamos y los cocodrilos no eran como ahora. Pasó esto:
Los hipos y los cocos siempre fueron vecinos. Los dos viven en ríos de aguas
cálidas y les gusta chapotear en el barro de la orilla. Un día el hipo invitó
al coco a tomar el té. Le preparó un sándwich de jamón y queso. El coco quiso
devolverle la atención y el sábado siguiente invitó al hipo a compartir su
merienda. Para no ser menos, lo convidó con sándwich de jamón, queso y tomate.
-
Exquisito - dijo el hipo, muy impresionado con el agregado del tomate.
Pasaron
siete días y el hipo volvió a invitar al coco.
Para
ser más, le preparó un sándwich de jamón, queso, tomate, huevo duro, mayonesa y
aceitunas.
-
¡Mmm! - dijo el coco-. He aquí un bocado importante.
Estaba
envidioso. Pero no se iba a quedar atrás.
Al
día siguiente invitó al hipo a su casa.
Entre
dos rodajas de pan había una pila de jamón, queso, tomate, huevo duro,
mayonesa, aceitunas, tortilla, lechuga, pickes y anchoas.
Así
siguieron todos los días durante mucho tiempo. Uno para no ser menos, el otro
para ser más. Los sándwiches crecieron a lo alto.
El
último era una colina de jamón, queso, tomate, huevo duro, mayonesa, aceitunas,
tortilla, lechuga, pickles, anchoas, berenjenas en escabeche, milanesa,
butifarra, apio, mostaza, puré, budines, aros de cebolla, arroz, salchichas,
una torta, etcétera, etcétera.
Por
eso el hipo y el coco ahora tienen esas bocazas enormes.
Antes
no eran así.
Antes
tenían boquitas de dama antigua, tan delicadas que tomaban agua con pajita y
hablaban con la u.
“El
mensajero olvidadizo”
Hace mucho tiempo había reinos tan grandes
que los reyes apenas se conocían de nombre.
El rey Clodoveco sabía que allí donde terminaba su reino empezaba el reino de Leopoldo. Pero nada más.
Al rey Leopoldo le pasaba lo mismo. Sabía que del otro lado de la frontera, más allá de las montañas, vivía Clodoveco. Y punto.
La corte de Clodoveco estaba separada de la de Leopoldo por quince mil kilómetros. Más o menos la distancia que hay entre Portugal y la costa de China.
Entre corte y corte había bosques, desiertos de arena, ríos torrentosos, precipicios y llanuras fenomenales donde vivían solamente las lagartijas. Tan grandes eran los reinos...
Cuando Clodoveco y Leopoldo decidieron comunicarse, contrataron mensajeros.
Y como siempre se trataba de comunicar asuntos importantes, secretos, nunca mandaban cartas por temor de que cayeran en manos enemigas. El mensajero tenía que recordar todo cuanto le habían dicho y repetirlo sin errores.
El mejor y más veloz de los mensajeros se llamaba Artemio. Además, terminó siendo el único: nadie quería trabajar de mensajero en aquel tiempo. No había cuerpo ni suela que durase. Pero Artemio era veloz como un rayo y no se cansaba nunca.
El problema es que tenía una memoria de gallina. Una memoria con poca cuerda. Una memoria que goteaba por el camino.
Artemio partía de la corte de Clodoveco de mañana bien temprano con la memoria afinada y tensa como un arco. Al llegar al kilómetro 7.500 más o menos, había olvidado todo, o casi todo. No era para menos...
Lo que no recordaba, lo iba inventando en la marcha.
Una vez la esposa del rey Clodoveco le mandó pedir a la esposa del rey Leopoldo la receta de la mermelada de frambuesas.
Artemio volvió y recitó ante la reina la receta de los canelones de acelga. No se sabe si había trabucado el mensaje en el viaje de ida o en el viaje de vuelta.
La reina pensó que la otra señora estaba loca, pero preparó nomás la receta.
- ¡Qué buena mermelada, Majestad! - decían todos, mientras comían canelones.
Otra vez el rey Leopoldo quiso anunciar al rey Clodoveco la feliz noticia del cumpleaños de su abuela. El mensaje que Artemio debía transmitir era:
Te saludo, Clodoveco,
y te anuncio que mañana
va a cumplir noventa años
la reina nona Susana.
Artemio cruzó valles, selvas, acantilados y charcos, nadó ríos y atravesó planicies a lo largo de quince mil kilómetros.
Cuando llegó a la corte del rey Clodoveco se presentó en la sala del trono y dijo lo que le salió:
Te saludo Clodoveco,
y te cuento: esta mañana
en el jardín florecido
se me ha perdido una rana.
Clodoveco no entendía por qué tanta preocupación por una simple rana. Leopoldo debía estar chiflado. Pero allá mandó a Artemio con un mensaje que decía:
Lo siento, ya conseguirás otra.
Leopoldo, creyendo que se refería a la abuela, se enojó mucho y juró que no cambiaría a su nona por ninguna otra en el en mundo aunque estuviera viejita.
A veces Artemio recorría quince mil kilómetros solamente para decir "gracias". Y volvía con la respuesta. "de nada".
Un día Clodoveco lo envió para que pidiera a Leopoldo la mano de su hija Leopoldina. Quería casarla con su hijo, el príncipe heredero.
Mientras marchaba a través de los caminos peligrosos, Artemio se iba olvidando.
- ¿Qué tengo que pedir de la princesa Leopoldina? ¿Era la mano? ¿No sería el codo? Me parece que era el pie.
Cuando estuvo frente a Leopoldo, dijo:
Te hace el rey Clodoveco
una petición muy grata:
que le envíes enseguida
de Leopoldina una pata.
A Leopoldo le dio un ataque de furia. ¡Cómo se atrevía ese delirante a pedir una pata de su hija!
Mandó a Clodoveco una respuesta indignada por semejante ocurrencia.
Artemio se olvidó de todo. Cuando llegó a la corte de Clodoveco, dijo sinceramente:
Necesito dormir la siesta
antes de darte respuesta.
Clodoveco creyó que esa era la verdadera contestación de Leopoldo y quedó convencido de que el pobre no tenía cura. ¡Cómo podía pensar en irse a dormir la siesta cuando le pedía la mano de su hija!
Y así siguieron las cosas.
Hasta que un día, un día...
Un día el rey Leopoldo le pidió prestado al rey Clodoveco algunos soldados. Quería organizar un desfile vistoso. ¡Qué mejor que los soldados de Clodoveco, que tenían uniformes tan bonitos!
Entonces le mandó decir por Artemio:
Necesito seis legiones,
o mejor: diez batallones.
Pero Artemio, en el colmo del olvido, dijo:
Que me mandes cien ratones.
¡Todo mal!
Cuando Leopoldo recibió en una linda caja con moño cien ratones perfumados, la paciencia se le terminó de golpe.
- ¡Basta! - gritó. ¡Clodoveco me está tomando el pelo! ¡No lo soporto! ¡Si no le hago la guerra ya mismo el mundo entero se va a reír de mí!
Y sin pensarlo dos veces mandó alistar sus ejércitos para marchar sobre el reino de Clodoveco.
Pero antes, como era costumbre, le mandó una declaración de guerra:
Yo te aviso, Clodoveco
que me esperes bien armado
pues voy a hacerte la guerra
por insolente y chiflado.
Artemio se lanzó a través de montañas y llanuras llevando en su cabeza el importante mensaje. Tanto y tanto tiempo anduvo que cuando llegó a la corte de Clodoveco la noticia se había convertido en cualquier cosa:
Mi querido Clodoveco,
espérame bien peinado,
pues visitaré tu reino
en cuanto empiece el verano.
Clodoveco se llevó una alegría.
- ¡Leopoldo va a venir a visitarnos! Seguramente quiere arreglar el casamiento de Leopoldina con mi hijo. Vamos a prepararle una recepción digna de un rey.
Y ordenó a sus ministros que organizaran la bienvenida.
Mientras en el país del rey Leopoldo los ejércitos se armaban hasta los dientes, en la corte del rey Clodoveco todo era preparativo de fiesta.
Leopoldo amontonaba pólvora y cañones. Clodoveco contrataba músicos y compraba fuegos artificiales.
Leopoldo preparaba provisiones de guerra mientras los cocineros de Clodoveco planeaban menúes exquisitos.
En un lado fabricaban escudos y lanzas de dos puntas. En el otro adornaban los caminos con guirnaldas de flores y banderines.
Por fin llegó el día.
Las tropas de Leopoldo avanzaron hacia el reino de Clodoveco haciendo sonar clarines y tambores de combate mientras la corte de Clodoveco salía a recibir al rey Leopoldo vestida de terciopelo, con bufones, bailarines y acróbatas.
Se encontraron a mitad de camino. Unos formados para la batalla, otros cantando himnos que decían "Bienvenido rey Leopoldo".
Los dos reyes, frente a frente, se miraron. Uno con cara de guerra y otro con una sonrisa de confite en los labios.
Artemio se encontró entre los dos. Estaba quieto, muy quieto. Miraba a Leopoldo y miraba a Clodoveco. Se rascó la cabeza y pensó que algo andaba mal, muy mal... Tan mal que mejor encontrara una solución antes de que fuera demasiado tarde.
Bramó un tambor y estalló un fuego de artificio.
Entonces Artemio tomó aire y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
- ¡Cuídense del rey Rodrigo
si es que quieren seguir vivos!
- ¿Rodrigo? ¿Y quién es el rey Rodrigo? - peguntaron los dos reyes.
- ¡El que les morderá el ombligo...! - gritó Artemio, y salió corriendo hacia el norte, veloz como una lecha enjabonada.
Clodoveco y Leopoldo se quedaron pensando. Nunca habían oído hablar del rey Rodrigo, pero parecía un enemigo de cuidado.
- ¿Será el rey de Borboña? - decía Clodoveco.
- No, ése se llama Ataúlfo - decía Leopoldo. Debe ser el rey de Bretoña.
- No creo, me parece que se llama Ricardo, y además tiene un apodo que ahora no me acuerdo...
Así siguieron.
Y todavía están allí, tratando de averiguar quién es el famoso Rodrigo.
Mientras tanto Artemio sigue corriendo, que para eso estaba bien entrenado. Ya se olvidó del rey Rodrigo, y seguramente tampoco se acuerda por qué corre.
El rey Clodoveco sabía que allí donde terminaba su reino empezaba el reino de Leopoldo. Pero nada más.
Al rey Leopoldo le pasaba lo mismo. Sabía que del otro lado de la frontera, más allá de las montañas, vivía Clodoveco. Y punto.
La corte de Clodoveco estaba separada de la de Leopoldo por quince mil kilómetros. Más o menos la distancia que hay entre Portugal y la costa de China.
Entre corte y corte había bosques, desiertos de arena, ríos torrentosos, precipicios y llanuras fenomenales donde vivían solamente las lagartijas. Tan grandes eran los reinos...
Cuando Clodoveco y Leopoldo decidieron comunicarse, contrataron mensajeros.
Y como siempre se trataba de comunicar asuntos importantes, secretos, nunca mandaban cartas por temor de que cayeran en manos enemigas. El mensajero tenía que recordar todo cuanto le habían dicho y repetirlo sin errores.
El mejor y más veloz de los mensajeros se llamaba Artemio. Además, terminó siendo el único: nadie quería trabajar de mensajero en aquel tiempo. No había cuerpo ni suela que durase. Pero Artemio era veloz como un rayo y no se cansaba nunca.
El problema es que tenía una memoria de gallina. Una memoria con poca cuerda. Una memoria que goteaba por el camino.
Artemio partía de la corte de Clodoveco de mañana bien temprano con la memoria afinada y tensa como un arco. Al llegar al kilómetro 7.500 más o menos, había olvidado todo, o casi todo. No era para menos...
Lo que no recordaba, lo iba inventando en la marcha.
Una vez la esposa del rey Clodoveco le mandó pedir a la esposa del rey Leopoldo la receta de la mermelada de frambuesas.
Artemio volvió y recitó ante la reina la receta de los canelones de acelga. No se sabe si había trabucado el mensaje en el viaje de ida o en el viaje de vuelta.
La reina pensó que la otra señora estaba loca, pero preparó nomás la receta.
- ¡Qué buena mermelada, Majestad! - decían todos, mientras comían canelones.
Otra vez el rey Leopoldo quiso anunciar al rey Clodoveco la feliz noticia del cumpleaños de su abuela. El mensaje que Artemio debía transmitir era:
Te saludo, Clodoveco,
y te anuncio que mañana
va a cumplir noventa años
la reina nona Susana.
Artemio cruzó valles, selvas, acantilados y charcos, nadó ríos y atravesó planicies a lo largo de quince mil kilómetros.
Cuando llegó a la corte del rey Clodoveco se presentó en la sala del trono y dijo lo que le salió:
Te saludo Clodoveco,
y te cuento: esta mañana
en el jardín florecido
se me ha perdido una rana.
Clodoveco no entendía por qué tanta preocupación por una simple rana. Leopoldo debía estar chiflado. Pero allá mandó a Artemio con un mensaje que decía:
Lo siento, ya conseguirás otra.
Leopoldo, creyendo que se refería a la abuela, se enojó mucho y juró que no cambiaría a su nona por ninguna otra en el en mundo aunque estuviera viejita.
A veces Artemio recorría quince mil kilómetros solamente para decir "gracias". Y volvía con la respuesta. "de nada".
Un día Clodoveco lo envió para que pidiera a Leopoldo la mano de su hija Leopoldina. Quería casarla con su hijo, el príncipe heredero.
Mientras marchaba a través de los caminos peligrosos, Artemio se iba olvidando.
- ¿Qué tengo que pedir de la princesa Leopoldina? ¿Era la mano? ¿No sería el codo? Me parece que era el pie.
Cuando estuvo frente a Leopoldo, dijo:
Te hace el rey Clodoveco
una petición muy grata:
que le envíes enseguida
de Leopoldina una pata.
A Leopoldo le dio un ataque de furia. ¡Cómo se atrevía ese delirante a pedir una pata de su hija!
Mandó a Clodoveco una respuesta indignada por semejante ocurrencia.
Artemio se olvidó de todo. Cuando llegó a la corte de Clodoveco, dijo sinceramente:
Necesito dormir la siesta
antes de darte respuesta.
Clodoveco creyó que esa era la verdadera contestación de Leopoldo y quedó convencido de que el pobre no tenía cura. ¡Cómo podía pensar en irse a dormir la siesta cuando le pedía la mano de su hija!
Y así siguieron las cosas.
Hasta que un día, un día...
Un día el rey Leopoldo le pidió prestado al rey Clodoveco algunos soldados. Quería organizar un desfile vistoso. ¡Qué mejor que los soldados de Clodoveco, que tenían uniformes tan bonitos!
Entonces le mandó decir por Artemio:
Necesito seis legiones,
o mejor: diez batallones.
Pero Artemio, en el colmo del olvido, dijo:
Que me mandes cien ratones.
¡Todo mal!
Cuando Leopoldo recibió en una linda caja con moño cien ratones perfumados, la paciencia se le terminó de golpe.
- ¡Basta! - gritó. ¡Clodoveco me está tomando el pelo! ¡No lo soporto! ¡Si no le hago la guerra ya mismo el mundo entero se va a reír de mí!
Y sin pensarlo dos veces mandó alistar sus ejércitos para marchar sobre el reino de Clodoveco.
Pero antes, como era costumbre, le mandó una declaración de guerra:
Yo te aviso, Clodoveco
que me esperes bien armado
pues voy a hacerte la guerra
por insolente y chiflado.
Artemio se lanzó a través de montañas y llanuras llevando en su cabeza el importante mensaje. Tanto y tanto tiempo anduvo que cuando llegó a la corte de Clodoveco la noticia se había convertido en cualquier cosa:
Mi querido Clodoveco,
espérame bien peinado,
pues visitaré tu reino
en cuanto empiece el verano.
Clodoveco se llevó una alegría.
- ¡Leopoldo va a venir a visitarnos! Seguramente quiere arreglar el casamiento de Leopoldina con mi hijo. Vamos a prepararle una recepción digna de un rey.
Y ordenó a sus ministros que organizaran la bienvenida.
Mientras en el país del rey Leopoldo los ejércitos se armaban hasta los dientes, en la corte del rey Clodoveco todo era preparativo de fiesta.
Leopoldo amontonaba pólvora y cañones. Clodoveco contrataba músicos y compraba fuegos artificiales.
Leopoldo preparaba provisiones de guerra mientras los cocineros de Clodoveco planeaban menúes exquisitos.
En un lado fabricaban escudos y lanzas de dos puntas. En el otro adornaban los caminos con guirnaldas de flores y banderines.
Por fin llegó el día.
Las tropas de Leopoldo avanzaron hacia el reino de Clodoveco haciendo sonar clarines y tambores de combate mientras la corte de Clodoveco salía a recibir al rey Leopoldo vestida de terciopelo, con bufones, bailarines y acróbatas.
Se encontraron a mitad de camino. Unos formados para la batalla, otros cantando himnos que decían "Bienvenido rey Leopoldo".
Los dos reyes, frente a frente, se miraron. Uno con cara de guerra y otro con una sonrisa de confite en los labios.
Artemio se encontró entre los dos. Estaba quieto, muy quieto. Miraba a Leopoldo y miraba a Clodoveco. Se rascó la cabeza y pensó que algo andaba mal, muy mal... Tan mal que mejor encontrara una solución antes de que fuera demasiado tarde.
Bramó un tambor y estalló un fuego de artificio.
Entonces Artemio tomó aire y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
- ¡Cuídense del rey Rodrigo
si es que quieren seguir vivos!
- ¿Rodrigo? ¿Y quién es el rey Rodrigo? - peguntaron los dos reyes.
- ¡El que les morderá el ombligo...! - gritó Artemio, y salió corriendo hacia el norte, veloz como una lecha enjabonada.
Clodoveco y Leopoldo se quedaron pensando. Nunca habían oído hablar del rey Rodrigo, pero parecía un enemigo de cuidado.
- ¿Será el rey de Borboña? - decía Clodoveco.
- No, ése se llama Ataúlfo - decía Leopoldo. Debe ser el rey de Bretoña.
- No creo, me parece que se llama Ricardo, y además tiene un apodo que ahora no me acuerdo...
Así siguieron.
Y todavía están allí, tratando de averiguar quién es el famoso Rodrigo.
Mientras tanto Artemio sigue corriendo, que para eso estaba bien entrenado. Ya se olvidó del rey Rodrigo, y seguramente tampoco se acuerda por qué corre.