IMPERDIBLE…
La hormiga que canta. Entrevista con Laura Devetach
por
Claudia López
Reproducimos la entrevista con la escritora Laura Devetach en
ocasión de haber ganado la sexta
edición del Premio
Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil, publicada
en el suplemento Las
12 del diario Página/12
(Buenos Aires, 29 de octubre de 2010).
Más importante que decir que nació en Reconquista, provincia de Santa Fe, el
5 de octubre de 1936, es contar que su padre era ebanista y su madre tejedora y
que de ellos –cuenta ella– hereda una feliz y concentrada disposición para el
trabajo. De ellos, tal vez, haya aprendido que “los significados más profundos
se codifican con las personas que tenemos al lado”. Su trayectoria profesional
tiene dos vertientes: la escritura de ficción, fundamentalmente para chicos, y
la docencia. En ambas, participó de comunidades que profundizaron –confiesa– su
relación consigo misma. En su libro
La construcción del camino lector (1),
destina algunas fervorosas páginas a una suerte de ideario de la lectura para
mujeres. Su compromiso es el de dar visibilidad tanto a la lectura pública,
ligada a la transmisión de las tradiciones y la moral, como a la lectura
íntima, una lectura de “segunda línea” hecha a contrapelo de la productividad,
“a la hora en que el deseo se puede abrir un hueco para la privacidad”. A Laura
le molestan algunas cargas y nos pregunta: “¿llevaremos a cuestas la antigua
contradicción entre la actitud preceptiva para la lectura pública y la actitud
más suelta para la lectura privada?”.
El ojo censor de
la última dictadura estuvo atento a que los textos dedicados a los chicos no
pusieran en cuestión valores como la religión, la familia, la propiedad o la
patria. Los “libros subversivos” debían ser detectados y sacados
rápidamente de circulación con indicaciones como el curso donde se lo utiliza,
la escuela y el nombre del docente que lo impuso o lo “aconsejó”, además de
título del libro, autor y editorial y la cantidad de alumnos que lo leyeron.
La resolución
480 del Ministerio de Cultura y Educación de Córdoba, como parte de la Operación Claridad,
censuró
La
torre de cubos porque critica “la organización del trabajo, la
propiedad privada y el principio de autoridad”, además de su “ilimitada
imaginación”. Cuando este decreto pasa al orden nacional, cuenta Laura en otra
entrevista, las cosas se pusieron peor. “No se trataba de una cuestión de
prestigio académico o de que el libro estuviera o no en las librerías. Uno
tenía un Falcon verde en la puerta. Finalmente nos vinimos con mi marido a Buenos
Aires en busca de trabajo y anonimato. Durante todo ese período quise publicar
y no pude.”
(2)
Durante la charla, sobrevolaron algunos libros de una producción incesante
que se inicia en 1966 con
Los desnudos. Entre ellos,
Para que
sepan de mí, de Ediciones de La
Flor, 1988, y reeditado por Alción al año siguiente;
La
construcción del camino lector, editorial Comunicarte de Córdoba, 2008;
Diablos
y Mariposas, con ilustraciones de
Istvansch, y
La hormiga que canta
—con ilustraciones de
Juan
Lima—, editados por El Eclipse en 2005 y 2004. También los premiados y
prohibidos
La torre de cubos de 1966 y
Monigote en la arena
de 1975.
Además de su trayectoria infantil reconocida, tiene una importante
producción poética que inauguró con versos como: “Señor / no quiero ser la
señora /que murió / por falta de ayuda doméstica / no quiero ser la doméstica
que murió / por falta de ayuda de persona” o “Aunque tenga / el tamaño gris /
de una tortuga / mínima / quiero gritar / que no existe / la muerte pequeña”.
Con la lectura de un poema de
Para que sepan de mí, se abre la
entrevista.
—¿Qué te trae, hoy, la lectura de algún poema de este libro?
—Lo primero que me sucede con ese libro es irme a los años ’70. No te puedo
decir exactamente la fecha en que escribí este libro, lo que sí sé es que
surgió porque reemplazó cartas. Este libro es de plena dictadura, entonces yo
tenía una cantidad de amigos en la diáspora. Y era muy difícil escribir cartas
porque todos teníamos miedo de la censura. Se los iba mandando a mis amigos
pidiéndoles que hicieran una cadena, que se los pasaran, que hicieran copias. Y
así nació
Para que sepan de mí. El título ahora me parece un
desparpajo. En el momento de la edición dudé si dejarlo o no. Finalmente lo
dejé, conservando el sentido de transmisión de vida. En tiempos, además, en
donde saber del otro era muy importante. No podíamos hablar por teléfono.
Eramos todos de Córdoba y ellos estaban en México.
—Te quería preguntar si ahora te ubicás en “ese margen sin remedio”,
como decís en el poema, o si estás en un centro. Pensaba en el lugar que ocupás
en el campo de la literatura infantil.
–Hay un proverbio chino que a mí me llamó siempre la atención: “en el centro
pero por los márgenes”. A mí se me dio que mi producción prendiera en un
determinado campo cultural. Pero mi movimiento en ese campo no fue prescripto
por las leyes del mercado editorial ni de lo que comúnmente se piensa como para
“la corte”. Mi movimiento no fue cortés, en ese sentido. Simplemente nunca fui
muy afecta a las búsquedas compulsivas ni a los arrebatos. Yo creo en el
trabajo. Un trabajo similar al de las hormigas, pero con eso maravilloso de la
cigarra que es el canto. No hago demasiados planes, no me pongo metas, sino que
confío en que, en el propio trabajo, va saliendo el plan, la meta. Además,
cuando empezaron a circular mis textos prácticamente no había “campo”, no el
que se dibujó claramente en los años ’80. Había muy poca literatura cuando
escribí
La torre de cubos. Este libro lo escribí 10 años antes de que
fuera censurado por la dictadura.
—¿Cómo comienza la circulación de La torre de cubos?
—La censura primero fue “no oficial” a través de pequeñas denuncias, por
provincias y por sectores. Hubo una censura “de pasillo” antes de que
aparecieran los decretos. Primero en la provincia de Buenos Aires, luego en la
de Santa Fe. Hasta que llegó el decreto nacional. Me pasó algo muy gracioso. Yo
una vez fui al Parque Centenario y vi un ejemplar de la primera edición de La
torre de cubos, la edición de Córdoba. Porque el libro se impuso en el año ’65
en Córdoba, no en Buenos Aires… Entonces le pregunté cuánto costaba. Y el
librero me dijo: “Este es un libro caro porque está prohibido…, lo tengo acá
abajo”. Lo compré, entonces, muy caro y durante la dictadura. Tuve que viajar a
Alemania a un plan de intercambio cultural con otros escritores
latinoamericanos y a raíz de que yo fui a sacar el pasaporte me habrán abierto
un legajo, vaya a saber. Lo cierto es que cuando yo volví me encontré con el
decreto ya unificado. El decreto de la prohibición para todo el país.
La formación del lector es una de tus preocupaciones centrales como docente.
Una formación que describe un camino similar al de tu escritura: no se
construye por acumulación ni tampoco es lineal. Un camino inestable e incierto
abierto a las catástrofes, como el de las hormigas.
Lo que está por detrás de la escritura y la lectura y de esa metáfora es una
idea de la vida. Cuando uno vive, tiende hilos. No siempre conscientemente:
nunca sabemos a quiénes estamos unidos. Lo que yo sí sé, a esta altura del
partido, es que dentro de mi mapa hay muchísima gente que ni me imagino. Son
los que están allí del otro lado del hilo. Se trata de otra “red”. El camino de
esa red sería desde la vertiente de la vida de uno a la vertiente de la vida
del otro. No hay control sobre esos pasajes, hay una orientación sobre lo que
es la existencia que hace que los otros aparezcan. Y esto me da mucha alegría,
aunque, por momentos, me siento agobiada. Construir hoy me parece que es
construir en la cuerda floja. Quizá porque una pierde fuerzas, hay algún
desgaste en el andar. Pero sigo andando con incertidumbre sobre esa cuerda
floja. La incertidumbre siempre me produjo cierta ansiedad, cierta
contradicción. Ahora, con mis 74 años recién cumplidos, esa ansiedad es más
intensa. Tal vez por eso también esté más agobiada.
—Hay un personaje femenino sobre el que me gustaría que hablaras,
Sidonia. Sidonia parece preocupada por cierto sentido de ubicación para poder
hacer cosas.
—Sidonia es, en cierto modo, una tía mía que se llamaba Julia y, por
supuesto, una de mis “alter ego”. Además Sidonia pasó de ser “tía Sidonia” a la Sidonia a secas de
Diablos
y Mariposas (3).
Pasó de ser un personaje infantil a otro más adulto.
En relación con lo que decís de los textos breves, yo tengo un método de
trabajo: escribo y luego voy sacando, sacando. Es así. Yo tengo dos herencias.
Mi padre era ebanista, italiano. Vino en los años ’30 y trabajaba tallando la
madera. Mi papá decía eso: “Hay que sacar, sacar y sacar y queda la obra”. Para
mí, lo que mi padre decía no eran palabras, eran hechos. Mientras él trabajaba
con la gubia yo jugaba con lo que él sacaba. Con los rulos, con la viruta. A
veces con las astillas. Y mi mamá bordaba y tejía. Trabajaba fundamentalmente
con hilos. Hacía unas carpetas maravillosas. Lo que más me llamaba la atención
era cómo ella hacía los agujeros. Eran carpetas al crochet. Más que ver una
construcción, veía cómo mi mamá combinaba agujeros. En el norte de Santa Fe
está toda esa herencia del tejido paraguayo.
—En tu autobiografía
(4)
escribís: “Seguramente, mientras yo nacía un 5 de octubre de 1936, mi mamá trabajaba
atendiendo el notorio arribo y a la vez pensaba si mi abuela podría darse
vuelta sola en la casa con tanto trajín. (…) Mientras escribo esto y tomo un
mate con peperina”. Leía, entonces, tu curriculum plagado de mientras. Mientras
escribís libretos televisivos, das clases en la Universidad de
Córdoba; mientras viajás a La
Habana a recibir el Premio Casa de las Américas, estás
pensando notas para Billiken; mientras asistís
a un congreso, vas retomando coplas de aquí y de allá para tu libro Canción y pico
(5).
–Mientras escribo cuentos, por ejemplo, escucho cuentos. Me encanta que me
lean, cuentos o poesías. Mientras escribo cuentos mi deseo es que esos cuentos
lleguen a las personas como me llegaron a mí. Que de alguna manera les lleguen
a mis lectores los cuentos que me motivaron a mí a ser cuentera. Los dos
“mientras” más claros en mi vida fueron la escritura y la docencia. Para mí, la
oralidad juega también un papel muy importante. Te diría que, para mí, es el
sostén de la docencia. Yo atravesé muchos tipos de docencia, desde la más
escolarizada hasta la más informal. La universidad, los profesorados, etcétera.
Pero donde yo más disfruté fue con los talleres. Hay en el taller un placer en
la escucha: te permite tener una constelación de pocas personas y la
posibilidad de ocuparte personalmente de cada una. Yo nunca indiqué
especialmente que asistieran mujeres, pero siempre coordiné talleres de
mujeres. Hubo alguno que otro varón pero de presencia esporádica. En esos
talleres de mujeres, aprendí a oír los “mientras” de ellas. Mientras que en
situaciones más formales de educación, la gente dice “yo no pude leer tal cosa
porque tuve que hacer tal otra”, en los talleres esta “disculpa” es material de
trabajo. Yo trataba de que esos “mientras” de las lecturas entraran, fueran
parte y fueran elaborados ahí, en la escritura o en la conversación. Porque,
¿qué podemos hacer con lo que no pude? Esos “no puedo” también requerían
diferente bibliografía. No había lecturas iguales para todas como tampoco era
necesario que fueran leídos los textos para determinada fecha. En esos
talleres, creo que logramos algo importante. Esos grupos de mujeres llegaron a
conquistar intimidad y autonomía. A mí nunca me interesó que de mis talleres
saliera la novela que después íbamos a publicar ni la revistita. No, no, no. Y
lo lograron en distintos ámbitos. Como eran de distintas disciplinas, la
lectura y la escritura cubrían distintos ámbitos de trabajo.
—Hay dos escenas que recordás en tu libro La
construcción del camino lector. Una, de mujeres leyendo o
escribiendo a escondidas; otra, de un padre que hacía nudos en la sábana de su
hijo para dejarle una señal de que había estado con él.
—Lo contó en una reunión de padres en un colegio. Como él trabajaba todo el
día, cuando llegaba a la noche a su casa, su hijo ya estaba dormido. El sentía
que no ver a su hijo era una condena. Entonces se le ocurrió hacerle un nudo en
la sábana. A la mañana siguiente el chico encontraba el nudo y era como un
mensaje, una señal, un quipu. Estos relatos normalmente no son valorizados. Sin
embargo, todo lo que te puede decir esta sola anécdota no te lo va a decir
ningún tratado de cuatrocientas páginas. Todo lo que dice ese hecho de ese
hombre.
—Yo me imaginaba esas noches y también pensaba en Sherazada, uno de
tus personajes más queridos. Esos nudos dejados allí para que sobreviva algo…
—Para mí Sherazada simboliza la capacidad no violenta, paciente y creativa
para salir de situaciones muy peligrosas. Sherazada enseña a tomar el atajo,
aunque sea el más largo, ¿no? Todas las noches construyendo su supervivencia.
Lo que no suele contarse es que la condena de Sherazada está ligada a una
infidelidad. Sobre la capacidad creativa te preguntan los chicos: qué hacés
para que te salga un cuento, para que se te ocurra. Hace ya unos años que no
voy a las escuelas, pero recuerdo que los chicos piensan muchas veces que un
cuento se te aparece como un programa de televisión y que yo me siento y
traduzco, de alguna manera, ese programa que se está proyectando en mi
interior. Luego, trabajando con ellos, haciéndolos escribir lo que ya traen, se
dan cuenta de que hay un camino que recorrer. Con ellos hay que trabajar para
sacarlos de las imágenes estereotipadas.
—Ya que hablás de imágenes, ¿cómo es tu relación con los
ilustradores?
—En
Diablos y mariposas yo simplemente recopilé textos: algunos son
cuentos, otras son notas, otros son pequeños poemas. No hay un género definido.
Y cuando Istvansch creó esta colección y vio los textos los quiso publicar. La
idea fue que la ilustración tuviera esa indeterminación: hacer una especie de
bordado con un montón de viñetas todas juntas. Lo conversamos y trabajamos por
separado. Con Juan Lima tenemos un ensamble como quien baila. Hay un baile
entre el texto y el dibujo. No hay ideas intercambiadas. Lo que sí hay es leer
juntos el texto, con distintos tonos de voz. Hay una suerte de empatía. El
ensamble tal vez me venga de las lecturas de infancia. Te puedo mostrar, por
ejemplo, la revista
El Mundo Argentino. Este es el número del 4 de
mayo de 1949. En cada revista venía una aventura de
El Príncipe Valiente.
Mi papá me los leía y me los mostraba. Lo mismo hacía con
La Divina Comedia
ilustrada por
(Gustave)
Doré. Yo me pasaba horas mirando el episodio de Paolo y Francesca. Yo no
tenía idea de la historia, pero me llamaba la atención que volaban. Estaban
condenados a volar.