El jardín maternal, en su condición de institución educativa, está
atravesado por un riesgo que consiste en perder de vista su especificidad; en
trasladar a él las variables didácticas y de los objetivos y metodologías de
otros niveles. Pretender darle un carácter específicamente educativo al jardín
maternal es un obstáculo. Ninguna nominación más inapropiada que “alumnos” para
nombrar a los niños que concurren a estas instituciones. Las nominaciones no
son inocentes: pensar en un alumno remite al enseñar, a poner el foco en los
contenidos curriculares. ¿Se puede curricularizar la experiencia de los padres
que llevan a sus hijos al jardín maternal? ¿Es curricularizable la experiencia
subjetiva de los bebés y niños pequeños que durante ocho, nueve o diez horas
viven en el jardín? ¿Todo es “curricularizable”? Por suerte, no. Pero a veces
parecería que, en la relación con un niño, los únicos avales son los contenidos
pedagógicos correspondientes a cada marco nacional, provincial o privado; se
desconoce así la imprescindible plasticidad de los vínculos con los niños
pequeños y con sus padres en una institución que pocos aprendizajes podrá
andamiar si no logra advertir su condición específica.
En un texto muy bello, Fernando Ulloa
pensó de esta manera la ternura: “La invalidez infantil es un tiempo sin
palabras aún, en consecuencia con pocas posibilidades de pensamientos
susceptibles de ser rememorados de forma consciente con ulterioridad, aunque todo
lo que se inscriba entonces será constituyente del continente inconsciente del
sujeto. Podríamos decir que es merced a la invalidez infantil que el niño
recibe no sólo la historia de la humanidad sino la humanización misma (...)
Pero no se trata de confundir esta etapa de invalidez con incapacidad y menos
con cosificación del niño. La invalidez infantil está presidida por la ternura
parental. La ternura es instancia típicamente humana (...) Dos habilidades
propias de la ternura: la empatía, que garantizará el suministro adecuado
(calor, alimento, arrullo-palabra), y como segundo fundamental componente: el
miramiento. Tener miramiento es mirar con amoroso interés a aquel que se
reconoce como sujeto ajeno y distinto de uno mismo” (“La ternura como fundamento
de los derechos humanos”. En Novela clínica psicoanalítica, ed. Paidós).
Propongo pensar, para el jardín maternal, una didáctica de la ternura.
Pensemos en un niño de ocho meses que
juega con un par de botellitas rellenas con elementos sonoros, situación muy
habitual en un jardín maternal. Ese niño está compartiendo el espacio con otros
cinco pares. Una de sus maestras está cambiándole los pañales a alguno de
ellos. El bebé golpea la botellita contra el piso, la sacude, la chupa. Los
demás gatean o reptan por la sala. La maestra que los acompaña canta para dos
de ellos la canción del cangrejito de coral. Los otros se acercan al escucharla
y palmotean, sacuden la cabeza. Uno de ellos palmotea sobre las piernas de la
maestra y la abraza, la maestra lo abraza también, se ríe, golpea con sus manos
en el piso marcando el ritmo de la canción, los bebés festejan con más
palmoteos y risas. El que estaba sacudiendo las botellitas las suelta y se
acerca a los cantores. Todos aplauden.
Desde una perspectiva “didáctica”, ¿qué
clase de situación es ésta? ¿Hay alguna estrategia didáctica en juego en la
actividad que se relata? ¿Qué cree la maestra que está haciendo con estos
niños? ¿Ese juego es parte de lo planificado? ¿En qué lugar de su planificación
se incluirá esta situación?
Alguien podría preguntarse por qué la
maestra no está acompañando la exploración de las botellitas, por qué no pone
palabras a las acciones que ese chico hace. Pero la maestra ocupa su lugar
desde la voz y el cuerpo: se dispone corporalmente sentada en el piso para que
los bebés accedan a ella, la toquen, la acaricien, marquen ritmos sobre sus
piernas, la abracen. La misma maestra que ofreció botellitas para jugar, en
lugar de estimular la exploración, canta. ¿No está cumpliendo con lo
planificado, si lo planificado es la exploración? Pero la mayoría de los chicos
eligió reptar o gatear, investigar el espacio y la maestra, entonces, ofrece su
cuerpo al ras del piso. Tal vez lo planificado sea ofrecer materiales para la
exploración, pero sobre todo, antes que nada, debe ser acompañarlos en sus
gestos espontáneos, dar libertad de movimiento en un lugar seguro –todos ellos
están aprendiendo a gatear o caminar–, contenerlos en la situación grupal,
ofrecer apoyos psíquicos envolventes para ayudarles a transitar la distancia de
sus mamás y papás, para tolerar la falta de exclusividad en el vínculo con el
adulto, que en el jardín es parte de la condición de vida.
La maestra canta, abraza, palmotea, juega,
dialoga, marca ritmos. La maestra hace vínculos, se ofrece al vínculo, teje
vínculo. A la maestra le importa mucho que los chicos de su grupo aprendan y
por eso canta, vincula, se vincula, acaricia, abraza y se deja abrazar, y
también ofrece botellitas de distinto tipo y sonido. Esos niños están pensados en
tanto sujetos del vínculo, no menos que como sujetos del aprendizaje. El
vínculo, las posibilidades intersubjetivas, pueden ser los aspectos que
prioriza esta maestra en la situación. Ella envuelve con la voz y con el
cuerpo.
El jardín se constituye produciendo
vínculo, y no administrando relaciones previamente constituidas. Los chicos que
llegan al jardín maternal sufren aún cierta “invalidez” en la posibilidad
autónoma de establecer vínculos, por su misma condición de humanos tan
pequeños. Los padres que traen a sus chicos delegan parte fundamental de su
tarea de crianza, muchos sufren, ellos también, cierta “invalidez” al dejar a
sus hijos al cuidado de otras personas. Algunos toman la decisión rápidamente,
pero otros no. Registrar si los padres dejan a sus hijos con temor, o si los
dejan sin asumir que los dejan, puede ser importante. Un punto central en la
experiencia del jardín maternal es que ninguno de los términos de la situación
está producido previamente, sino que se van produciendo en la serie de
proyectos que los involucran. Dejar a un niño al cuidado de una institución es
una cosa; decidir dejarlo a ese cuidado es otra. Muchas veces el trabajo más
fuerte con los padres remite a estas instancias fundacionales, que implican el
contrato entre la familia y la institución; un contrato donde se juegan las
posibilidades e imposibilidades de los padres con respecto al niño –y por ende
las de la institución en que se delega–, los legados sociales acerca de los
modos de crianza, el proyecto que esos padres tienen para ese niño, lo que
suponen que la sociedad espera de ellos y lo que la institución supone que los
padres esperan de ella.
Innumerables estudios sobre el desarrollo
subjetivo muestran de la importancia fundamental del vínculo en los primeros
meses y años de vida. Donald Winnicott (Escritos de pediatría y psicoanálisis,
ed. Paidós) distingue tres procesos que comienzan muy temprano en la vida
anímica del niño: la integración, la personalización y la comprensión (del
tiempo, del espacio y de la realidad), todos ellos asistidos por los cuidados
atentos de la madre o el adulto sustituto en el acompañamiento; todos ellos
andamios de la capacidad de fantasear, de imaginar. Los estudios de muchísimos
especialistas en desarrollo temprano coinciden en la presencia del otro, adulto
acompañante y continente, como soporte y partenaire imprescindible para
sobrevivir y crecer. Daniel Stern (El mundo interpersonal del infante, ed.
Paidós) piensa en la “envoltura narrativa”, la membrana que produce la palabra
significando las acciones de la vida de los niños; pero son sólo las voces
amorosas y las palabras apropiadas las que tejen envoltura. Sin envoltura
narrativa, el niño pierde la posibilidad de estructurar las constantes de
espacio y tiempo que hacen su historia y que serán estructurantes de su ser.
Pero, para que una palabra sea pertinente en esa construcción, hay que estar en
una situación de empatía con ese niño; de lo contrario, amenaza el riesgo que
señala Piera Aulagnier en La violencia de la interpretación (ed. Amorrortu).
Una interpretación violenta no otorga sentido ni contiene. Interpretación
violenta es, por ejemplo, una lectura simplista de la situación, la
imposibilidad de percibir qué le pasa o qué necesita un niño en particular.
Muchas veces, aunque reine la mejor intención, hacemos interpretaciones
violentas, por dificultad en la escucha, por apuro, por no haber podido
sostener el pensamiento abierto y ágil a las diferencias; por la preocupación
puesta en las botellitas.
Por eso en ese juego que relatamos, como
en cada una de las situaciones que se generan en el jardín maternal, el cuerpo, la voz y la escucha
disponibles de la maestra se convierten en un factor fundamental de la
planificación: en los objetivos, en las acciones y en los materiales.
Como objetivos: contener, integrar, entender, envolver, observar, significar.
Como acciones: abrazar, acariciar, cantar, jugar, estar en el plano para que
puedan acceder a ella cuando lo necesiten. Como materiales: voz sonora, amorosa
por conocida y cargada de significaciones afectivas, generadas cada vez que la
maestra cantó para dormir, para calmar un dolor, para consolar, para jugar y
divertirse; cuerpo piernas/brazos/manos cargados de significaciones porque
abrazaron, acariciaron, fueron soportes para pararse, bailaron compartidamente
la música que tanto placer les dio. Ojos y oídos receptores, atentos,
entregados. Tal es la envergadura de
la presencia corporal de la maestra, de su escucha y su disponibilidad.
* Extractado del trabajo
“Didáctica de la ternura. Reflexiones y controversias sobre la didáctica en el
jardín maternal”, publicado en la revista de educación inicial Punto de
Partida.
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